Anoche llegué de un corto pero provechoso viaje por mi tierra. Estuve en las Fiestas de Primavera en Murcia. Ya, ya sé: soy una corretera que después de Fallas puede parecer que no tuve bastante jaleo, pero me gusta moverme ¿qué le voy a hacer? Eso sí, he llegado molida y sin ganas de hacer nada, así que esta mañana, después de deshacer maletas, me he ido al parque de Los Viveros en coche, para no seguir cansándome y he buscado “mi” banco, que es uno de los que están medio escondidos por entre los altos setos de lentiscos en la parte sur del gran jardín. Es un lugar poco concurrido, laberíntico, donde se puede pasar mucho tiempo en solitario, resguardada de miradas y saludos en esas ocasiones. Hace sol y sombra en cualquier momento del día y en esa paz, he sacado mi libro de turno, los “Versos satánicos” de Rushdie y…¡ soledad!
Bueno, eso era lo que yo me creía en un principio, pero no, porque nada más abrir la novela, me he sentido observada, acompañada y, no es que tenga dotes adivinatorias, es que esa compañía era más que evidente porque podía escuchar muy cerca de mí la respiración rápida y jadeante de alguien que estaba escondido detrás del seto de lentisco más cercano a mi banco.
-¿Hola? – he dicho haciéndome la valiente- ¿Hay alguien ahí? ¿Necesita ayuda?
Nada. Silencio y respiración ruidosa. Me he levantado rápidamente con mi libro muy decidida en echar a correr y largarme cuanto antes de mi idílico sitio de lectura, pero como si me adivinasen el pensamiento, de entre los matorrales, ha salido un perrillo, cachorro por lo pequeño, negro azabache y se ha puesto delante de mí, patas en alto, boca arriba, como si se hiciera el muerto o se manifestara rendido a mi persona. He dado un pequeño grito de sorpresa o quizás porque me he asustado seriamente por la repentina aparición de aquella “cosa” y entonces, se ha puesto derecho.
Un palmo de altura poco más o menos y precioso el pobre chucho. Me ha mirado fijamente y yo lo he mirado a él. No sé la descripción que él haría de mí, pero por lo que adivino, creo que le he gustado porque no ha hecho ningún amago de moverse cuando me he acercado a él y luego, le he acariciado la cabecita sin que se inmutara. Confiado o quizás ya no tenía fuerzas ni para huir. Llevaba puesto un collar antiparasitario y otro encima de piel azul. Se le veía cuidado.
-¿Es que te has perdido, chiquitín? ¿Te han abandonado...? Ya sabía yo que no iba a tener respuesta pero necesitaba que oyera mi voz para aliviar su inquietud a juzgar porqué seguía con esa respiración acelerada que produce el miedo. Tenía algo de sangre en las uñas de la patita izquierda y juro que he sentido una pena enorme. ¿Qué hacer? He empezado a preocuparme porque no se veía nadie alrededor y yo no quiero perros en casa. No, no quiero más perros.
Porque yo he tenido dos. Uno, cuando soltera, Ringo, (en atención al Beatle que más me gustaba) que me lo trajo mi marido, mi novio entonces, y que nos acompañó nueve largos años. Era un pequinés precioso, blanco y con una manchita negra entre los ojos y que llamaba la atención de bonito pero…era asmático. Muriéndose descansó de aquella horrible dificultad para respirar que no le dejaba ni jugar, pero me llevé tal disgustó, que me prometí que ya no tendría más perros.
Sin embargo, cuando mis hijos eran pequeñitos, mi marido, metido en un bolsillo, les trajo un cachorrito de shnauzer miniatura que les compró y que hizo las delicias de todos…
A ese lo bautizaron ellos como UFO (objeto volante no identificado) porque era negro, raro, aunque muy tierno, con las patas blancas, alto de cruz y bastante feo el pobre…Encima, no era muy listo: se asustaba con cualquier ruido, con las sombras, con los cohetes, del ruido de un grifo… pero estoy segura que se fue a un paraíso de perros porque no habrá otro tan bueno y fiel como él. Dieciséis años ha vivido entre nosotros notando la ausencia de cada uno de mis hijos cuando poco a poco se han ido yendo de casa. Sentado a la puerta de sus respectivas habitaciones, se pasaba las horas muertas a ver cuando se abrían esperando ver salir de allí a sus amos.
Se murió hace un par de años de puro viejo…¡pobrecico! y, en ese instante, me dije, que nunca más pasaría por ese trago.
A este que me acababa de encontrar, le he puesto un pañuelo de papel en la patita que ya no sangraba, le he dado agua en una pequeña lata de la papelera y después, con mi cinturón por correa, lo he paseado por todos los rincones del parque convencida de que su amo iba a aparecer y que se solucionaría la pena de todos, incluida la mía, porque pensar en dejarlo solo por allí entre críos ¡qué horror! Y quedármelo, no. No podía ser.
No hemos encontrado a nadie que buscara a un perro perdido y he tenido que ser dura. Lo he mirado largamente.
-Verás, es que yo no puedo tenerte – le he dicho- Viajo mucho y ¿dónde te meto?
Me he dado cuenta de que en el lagrimal, tenía una mancha blanca producto de unas lágrimas resecas que dejaron con sal la huella de su pena sobre el brillante pelo negro… ¡Ay Señor…! ¿Qué hice para merecer encontrarme un perro abandonado?
Pero tenía que ser fuerte. Decidido. Le he quitado el cinturón del collar y luego, sin mirarlo, he dado unas palmadas fuertes para obligarlo a que se alejara:
-¡Fuera, fuera…! Y cuando he abierto los ojos… seguía allí.
¿Se puede creer que me dolía el alma y que tenía ganas de llorar? He echado a andar hasta la entrada del jardín y me seguía. En el colmo de hacerme “la pelota”, se ha arrastrado hacía mí como hizo al principio y se ha puesto patas arriba. ¡Para congraciarse conmigo entonces y ahora que me iba…!
Pensando en cómo alejarlo, me he agachado y he hecho que iba a coger una piedra. Todavía siento vergüenza y ahora sí que me ahogaba la pena. Ni se ha movido. ¡Qué buen psicólogo…! Le volvía a sangrar la uña y ya no he podido más. Me he ido hasta el coche con él siguiéndome lentamente, he abierto una de las puertas de atrás y he extendido un trapo de polvo sobre el asiento. Después, me he vuelto hacia él y le he dicho:
-¡Sube, bandido, que me rebanas el alma a tiras…! Y no se ha hecho de rogar aunque le he tenido que ayudar porque el asiento le quedaba algo alto.
Pero…he cumplido lo que me prometí: no tengo perro. Lo tiene mi hija menor, Carmen, que es bióloga y le encantan los animales. Le ha puesto de nombre Carbón porque es tan negro que merece llamarse así. Lo hemos llevado al veterinario por si tenía un chip de identificación, pero no. Está sano como una manzana y nos ha dicho que debe andar por los cuatro meses. Guapísimo es. Ahora mi hija ya tiene una tortuga de agua, un águila, un acuario con varios peces, un caballo, Caronte, que es un frisón enorme y barroco y que tiene una doma clásica perfecta, (pero ese no lo tiene en casa, claro, ) y a Carbón, el nuevo perro que me he encontrado. Yo estoy muy contenta. Igual de de contenta que cuando lo saqué del parque pero leeré Versos Satánicos en mi sala de estar desde ahora en adelante.